Los "marines" en Guantánamo
(capítulo 28 de la novela)
La travesía había sido agitada, pero cuando el barco entró en la bahía, la marejada ya había perdido fuerza. Aunque no estaba mareada, Candice deseaba pisar tierra firme. Estando en el mar no podría hacer su trabajo. Toda esta indecisión entre Tampa, Key West y la costa cubana le había llevado a la exasperación. Entre las órdenes del presidente McKinley y las contraórdenes de la jerarquía militar, el barco de la Cruz Roja había sido bamboleado de un puerto a otro, sin ser autorizado a desembarcar ni su personal ni su equipo.
Desde que, con Clara, había visto al Maine zozobrar en el puerto de La Habana, había comprendido que otros hombres iban pronto a necesitar su ayuda. A la masacre de civiles se sumarían las batallas entre ejércitos enemigos. Sus próximos pacientes serían soldados heridos por las balas, los sables o los obuses. En los Estados Unidos, Clara Barton había recaudado donativos que permitieron fletar un barco civil, el State of Texas. Con un pequeño equipo de enfermeras, lo había cargado de víveres, tiendas y material médico. En cuanto el general Shafter lo autorizara, instalarían en tierra un hospital de campaña y se pondrían a trabajar.
La costa sur de Cuba era de difícil acceso. Las alturas cubiertas de verdor de la Sierra Maestra bajaban en picado hasta el mar, las pequeñas playas rodeadas de rocas ofrecían poco resguardo a la navegación. Aparte de Santiago, donde la escuadra de Cervera había encontrado refugio, el lugar más seguro era la bahía de Guantánamo, situada a unas sesenta millas al este. El general William Shafter, al mando del cuerpo expedicionario americano, había decidido instalar allí una base de retaguardia para preparar un desembarco. La quietud de la superficie del agua permitiría a la marina transferir el carbón de sus abastecedores a los pañoles de los navíos. Desde ahí, atacarían Santiago para destruir la flota española, lo que, esperaba, pondría fin a la guerra. No tenía ningún motivo para pensar que la ocupación temporal de Guantánamo iba a prolongarse hasta el siglo veintiuno.
Para defender la inmensa bahía, el ejército español sólo contaba con una antigua fortaleza armada con una batería de poco calibre y un pequeño cañonero, el Sandoval. La flota americana, una decena de navíos, se presentó para dejar en tierra a varios miles de soldados. Algunos tiros de artillería obligaron al Sandoval a refugiarse rápidamente en el interior de uno de los innumerables brazos de la bahía. Después, los cañones del Marblehead y del Suwanee se volvieron hacia la batería de defensa costera. Explosiones secas repercutieron en las colinas. Dos grandes volutas amarillas se elevaron lentamente del suelo a cierta distancia del fuerte que quedó tapado un momento. Cuando el viento las hubo dispersado, se reanudaron los tiros, aterrizando más cerca de su blanco. Por fin, las murallas mismas fueron tocadas, pero con el estrépito y el polvo, era imposible saber si la batería seguía repostando. Los navíos siguieron con sus salvas, y para asegurarse, bombardearon las playas y la vegetación cercanas. El principal efecto fue desencadenar los arrebatos de entusiasmo de los espectadores apiñados en las cubiertas de los barcos, listos para desembarcar. Pero los defensores ya no estaban; se habían replegado a las guarniciones que se sucedían en la carretera de Santiago. En la pasarela del State of Texas, Candice había conseguido hacerse con un par de gemelos, objeto codiciado en este barco reducido al papel de observador: las enfermeras no habían obtenido autorización para acompañar a las tropas a tierra. Miraba la costa, sin distinguir ninguna presencia humana. En los navíos de transporte, no obstante, la agitación era febril. Los soldados se subían a bordo de chalupas que una lancha de vapor remolcaba en grupos de cuatro hacia la costa.
Mientras los cañones continuaban bombardeando las colinas cercanas, una carrera de velocidad empezó entre estas embarcaciones. En medio de los barcos de los periodistas, en un ambiente de regata estival y entre gritos de ánimo, rivalizaban por ganar el título de primera unidad en alcanzar suelo cubano. Tras largos minutos de incertidumbre, unas aclamaciones entusiastas señalaron la victoria de la compañía D, del primer batallón de marines. Los más afortunados llegaron a un pontón que había allí y desembarcaron sin tan siquiera mojarse los pies. Los demás saltaron al agua cerca de la orilla.
El tiempo se encargaría de preparar para la guerra a estos hombres que, tres meses antes, trabajaban los campos o conducían vacas hacia las ciudades. Por el momento, la guerra les parecía un paseo saludable, con baño y picnic. Encendieron hogueras sobre la arena y, completamente desnudos, pusieron a secar los uniformes. Llovían bromas salaces sobre el barco de la Cruz Roja, donde habían divisado a las enfermeras de la Srta. Barton. Pero la distancia era tal que su pudor quedaba a salvo.
A falta de medios de transporte adecuados, el número de animales estaba limitado. En lugar de caballos, se había preferido embarcar mulas, cuya anchura les permitía atravesar las puertas de los barcos de pasajeros. Eran indispensables para tirar de los carros de un ejército de invasión. A fuerza de gritos y latigazos, fueron echadas al agua, donde el instinto de supervivencia hizo que algunas nadaran hacia tierra. Los cadáveres de las otras se encontraron en los días siguientes, tiradas en la playa o despedazadas sobre los arrecifes de coral. Una mula se dirigió hacia el State of Texas, en dirección opuesta a la playa. Sin duda tenía entre sus semejantes un papel dominante, pues una veintena más la siguió hacia alta mar. Los muleros son conocidos como hombres de recursos, pero dirigir una flotilla de mulas por las aguas no forma parte de su entrenamiento. Sin embargo, un corneta tuvo la idea de tocar la orden que normalmente se usa para que un convoy tuerza hacia la derecha. Hacia la derecha se dirigió obedientemente el animal en cabeza, seguido dócilmente hasta la costa por su cohorte de seguidoras. De la playa y los barcos resonó una salva de aplausos que reflejaba el buen humor de este día de fiesta.
Cuando llegó la oscuridad, los hombres que no habían desembarcado empezaron su séptima noche en lo que ellos llamaban sus bañeras flotantes. Nadie durmió. A falta de alcohol, la perspectiva del baño del día siguiente les mantenía excitados y atenuaba la frustración de no estar aún en tierra. De un primer barco, una voz entonó la canción The Girl I Left Behind, que retomaron a coro todos los que se encontraban a bordo. En los barcos vecinos, entre la luz pálida de la luna y los haces de destellos enrojecidos de las hogueras de la playa, otros cantos se elevaron en la noche. ¡Ah, que bonita la guerra!
Al amanecer, Candice estaba acodada sobre la borda del State of Texas, fondeado ante una pequeña playa apartada del transporte militar. Los soldados de la compañía D se habían alejado de las tiendas, que se extendían por decenas sobre una franja de tierra que separaba el mar de los bosques de mangles. Llevando sólo su fusil, habían caminado hasta la playa de arena, a una media milla de distancia, y aprovechaban un baño matinal, en previsión de una dura jornada enseñando democracia a los colonialistas españoles.
Una descarga de disparos estalló bruscamente desde el bosque. Presos del pánico, los hombres se precipitaron hacia sus armas, al pie del bosquecillo mismo de donde salían las detonaciones. En su descargo, hay que decir que sólo habían visto tiros durante los ejercicios. Les habían enseñado que los tiradores se localizaban por la nube blanca provocada por la salida del disparo. Pero nadie les había dicho que el ejército español usaba los Máuser de pólvora sin humo.
Desde la cubierta del barco, Candice distinguía los pequeños chorros de agua que levantaban los proyectiles al rebotar en torno a dos cuerpos que flotaban sobre las olas. La joven oía pasarle por encima algunas balas perdidas cuyos silbidos parecían bastante inofensivos. No obstante, serían éstas las que le proporcionarían sus primeros pacientes. Cayeron dos soldados más, antes de que se pudiera organizar el contraataque. Bajo el mando de un sargento sin galones, veinte hombres desnudos se desplegaron en semicírculo y se adentraron en el bosque. Durante un momento, Candice no pudo ver nada del combate que tenía lugar bajo los árboles. Oía el crepitar de centenas de fusiles, el chasquido de los revólveres y pronto el rugido de los cañones de marina que venían en su ayuda. Cuando los hombres sobrepasaron el límite de los árboles, Candice los divisó de nuevo, corriendo y subiendo dificultosamente una colina, parándose a intervalos irregulares para disparar. Se levantaba una pequeña voluta de humo y el soldado reanudaba su carrera. Entre los uniformes, podía observar las espaldas pálidas y las nalgas blancas de los bañistas de la compañía D.
Los soldados se detuvieron poco antes de la cima de la colina. En la línea del horizonte, temían ser un blanco demasiado fácil para los enemigos que esperaban al otro lado. Para desalojarles, el capitán recurrió de nuevo a la artillería de marina. Pero había que indicar con precisión y rapidez a los cañoneros la posición que tenían que bombardear. Un soldado surgió en la cresta de la colina, recortándose su silueta en el cielo, perfectamente visible desde los barcos. Bien plantado con sus piernas abiertas, se propuso enviar un mensaje a los navíos con ayuda de una bandera de transmisión. La tela roja y blanca empezó a moverse sin prisa a su alrededor. Centenas de miradas se fijaron en este hombre que, con la calma de Sócrates bebiendo la cicuta, iba a morir llevando a cabo la tarea que le habían enseñado en la escuela del cuerpo de señales.
En el lado americano, cesó el fuego, se contuvo la respiración. El hombre debía ser totalmente visible desde el otro lado, pues se oían los disparos amortiguados de los Máuser, que procedían de la vertiente oculta de la colina. Los tiradores españoles lo habían tomado como blanco y las balas, dirigidas hacia arriba, pasaban lejos sobre los barcos, antes de perderse en el mar. Inexplicablemente, no fue tocado: se le vio bajar tranquilamente hacia un repliegue del terreno, valiente o inconsciente, con su bandera enrollada bajo el brazo. En seguida, una descarga de obuses del Marblehead se estrelló contra la posición desde la que habían salido los tiros, detrás de la cresta. Los combatientes retomaron su avance y Candice los perdió de vista.
Una semana más tarde, el barco de la Cruz Roja seguía aún fondeado ante Guantánamo. Los transportes se sucedían en la bahía, dejando su contingente de combatientes, y se dirigían hacia Tampa para una nueva rotación. A falta de una infraestructura adecuada, el desembarco del material era más problemático que el de tropas. El resultado delante de la playa era una gran confusión en la que millares de hombres discutían entre decenas de navíos y centenas de embarcaciones. Los más influyentes o los más astutos se espabilaban para saltarse las colas, dejar a los hombres en tierra y, en cuanto podían, las tiendas, víveres, fusiles, cañones, mulas, municiones y vehículos.
«¿Y el material médico?» se preguntaba Candice. Se había previsto y embarcado en Tampa, pero lo esencial quedaba a bordo, ya que el ejército tenía otras prioridades: ante todo había que tomar Santiago. De todos modos, los heridos eran poco numerosos, los muertos aún menos. La joven intentaba tomárselo con filosofía, al comprobar que no era peor tratada que todos estos hombres esperando delante de la playa su turno para desembarcar. No obstante, estos tiros que se oían a lo lejos ¿bien debían matar? Esas detonaciones monstruosas que hacían que los acorazados temblaran al bombardear objetivos invisibles, ¿servían para despedazar, para mutilar? ¿No era absurdo condenar a la inactividad a las enfermeras de la Cruz Roja que podían aliviar sufrimientos, salvar vidas, aunque fuesen españolas?
Una chalupa de vapor se apartó del Marblehead y se dirigió hacia el State of Texas zigzagueando entre los barcos.
– Tengo un mensaje para la Srta. Clara Barton.
El tono delataba el apuro del oficial: se dirigía a civiles cuya importancia era secundaria a los ojos de sus jefes, y al mismo tiempo sabía que estaba en presencia de una celebridad respetada en toda América. Al llegar a la escala, saludó reglamentariamente en dirección a popa donde ondeaba la Stars and Stripes, la bandera americana.
– Señorita, el general Shafter le presenta sus respetos y le envía decir que las operaciones están en curso en la carretera de Santiago. El ejército hace frente a la afluencia de heridos americanos. Las pérdidas son importantes, y el general no tiene objeción a que aporte su ayuda a los heridos de las tropas cubanas.
Aunque Shafter parecía hacer una concesión, no había que equivocarse: debía haber sucedido algo imprevisto que requería la ayuda de la Cruz Roja. Clara preguntó:
– ¿Podemos desembarcar inmediatamente?
– Afirmativo.
Tras un momento de silencio, retomó la palabra:
– A título puramente personal, ¿le puedo dar un consejo?
– Diga, capitán. Como usted sabe, no nos sobra información.
– Parece que los Rough Riders del coronel Roosevelt han sido atacados por el enemigo a unas treinta millas al oeste. Aquí, en Guantánamo, tendrán dificultad en encontrar mulas para transportar el equipamiento. Pero si desembarcan en Daiquirí o en Siboney, podrán instalar su hospital muy cerca de los combates. Es sin duda más peligroso para su equipo, pero podrán ponerse a trabajar esta misma tarde. Con estas buenas razones, el oficial iniciaba sin saberlo una política que iba a perdurar más de un siglo, consistente en mantener a los civiles apartados de Guantánamo.
El consejo del oficial resultó ser juicioso: en varios días, unos dieciséis mil soldados habían desembarcado en las playas al este de Santiago. El amontonamiento era peor que lo que habían conocido en los campos de entrenamiento americanos, en Tampa, Chickamauga o Jacksonville. En cambio, la playa de Siboney estaba cerca de Las Guásimas desde donde empezaban a afluir los heridos. Estaban agrupados en dos edificios cercanos al mar. En uno los americanos, en el otro los rebeldes cubanos. En ambos lados, la ausencia de equipamiento era patente. Se dejaba a los hombres en el suelo mismo, sus heridas cubiertas con un trozo de tejido arrancado de un uniforme. El material de los médicos se limitaba a lo que llevaban en sus bolsillos al salir de los barcos: no había mesa de operaciones, ni desinfectante, ni el mínimo instrumento para operar. Los enfermeros daban vueltas alrededor de los heridos, incapaces de reconfortarles más que con buenas palabras. Las moscas también, daban vueltas.
Por encima de ellos, oscilando a merced de las corrientes ascendentes, planeaban grandes pájaros negros. Durante horas, describían círculos sin ningún aleteo de sus inmensas alas desplegadas en forma de V muy abierta. El silencio de sus evoluciones en el cielo era comparable al de su sombra deslizándose lentamente sobre el suelo. Cuando volaban, se desplazaban con majestuosidad, con una gracia que realzaba las suaves y largas plumas de sus alas. Pero cuando se posaban, no se podía imaginar un contraste más impresionante. Vista de cerca, su cabeza ajada y colorada les daba aires de ancianos en conciliábulo. El pico era tan pálido que se podía confundir con un hueso blanqueado sobresaliendo del gaznate. Y los ojillos malos traicionaban la frustración de tener que asumir el estatus de carroñeros. Hay animales así, que provocan repulsión: la cucaracha, la tarántula, la escolopendra. Y el aura tiñosa.
Clara se dirigió al responsable del hospital americano, el Dr. Winter:
– Doctor, soy Clara Barton, presidente de la Cruz Roja americana. Estamos aquí, con el apoyo del presidente McKinley, para dar auxilio a los reconcentrados cubanos. A bordo del State of Texas, tenemos todo lo que falta aquí: catres, mantas y sábanas, material de cirugía, incluso escobas y productos desinfectantes. Nuestros voluntarios están aquí para transportar este material y tenemos también las embarcaciones necesarias para llevarlo a tierra.
– Dice que está aquí para los prisioneros de los campos de concentración. Ocúpese pues de estos desgraciados cubanos.
– La misión de la Cruz Roja es aliviar el sufrimiento de todos, sin distinción de nacionalidad. Que los heridos sean americanos, españoles o cubanos nos importa poco. Vemos que todos sus heridos necesitan ayuda. Ponemos nuestro material a su disposición. Nuestros médicos, enfermeras y voluntarios están preparados para prestar toda la ayuda de la que son capaces para…
– Señorita, a pesar de todo el respeto que siento por su persona, desearía que nos dejara trabajar.
Clara respondió:
– Acepte por lo menos la ayuda de nuestras enfermeras. Están dispuestas a limpiar, desinfectar, cepillar. Pueden instalar a sus enfermos en catres, para que al menos sus heridas no se infecten con el polvo.
– La guerra es cosa de hombres. Sus voluntarios son mujeres. Todas sus enfermeras son mujeres. ¡Haga que sus sufragistas vuelvan a sus bordados y América saldrá ganando!
Hacía falta algo más que el Dr. Winter para desanimar a Clara. Volviéndose hacia su ayudante:
– Candice, vas a proponer nuestra ayuda a los cubanos, y si están de acuerdo, transformaremos su hangar en hospital.
Los insurgentes cubanos estaban acostumbrados a la frugalidad, casi a la indigencia. Sin duda se daban cuenta – más que el Dr. Winter – de que los cuidados, el material y el personal de la Cruz Roja representaban para ellos la diferencia entre un herido que iba a morir y un herido que iba a volver al combate. Aceptaron con agradecimiento la ayuda propuesta.
A partir del día siguiente, una segregación inesperada se estableció: en el lado cubano, los locales estaban desinfectados, los heridos alimentados y curados en los catres, las mesas de operación en servicio, las mosquiteras colgadas. En el lado opuesto, los americanos seguían sufriendo sin cuidados en el mismo suelo, a la espera de una problemática evacuación a un barco-hospital.
El pueblo de Siboney, con una quincena de casas como mucho, era un hervidero de varios miles de personas. A los soldados americanos se habían sumado los rebeldes cubanos del general Máximo Gómez. Además, centenas de civiles hambrientos convergían hacia la playa, atraídos por los convoyes de alimentos de las fuerzas de ocupación. El tropel era tal que enseguida fue evidente que iba a costar mucho transportar a los heridos hasta la costa.
– Ahora que estamos organizados en Siboney, decidió Clara, vamos a instalar un hospital de campaña lo más cerca de la línea de frente. Si es posible incluso por delante de las tropas.
Los oficiales y médicos del ejército no salían de su asombro:
– ¡No es lugar para civiles, conseguirán que les disparen!
– La pista está demasiado obstruida, respondió ella, y los convoyes de tropas o municiones pasarán siempre antes que los heridos. Si nos quedamos aquí, no podrán llegar hasta nosotros. Por eso es allí donde debemos estar. Pondremos grandes cruces rojas para señalar nuestra presencia. Desde la Convención de Ginebra, todos los ejércitos conocen su significación. En La Habana me reuní con el general Blanco, él mismo miembro de la Cruz Roja española. Sus soldados respetarán el hospital.
– Ni siquiera encontrará un coche disponible para llevar el material.
– Bueno, pues lo llevaremos a pie. Candice y George saldrán enseguida con el Dr. Lesser para reconocer el lugar. Si ya existe un puesto médico del ejército cerca del frente, les propondremos nuestros servicios, si no, montaremos un hospital.
George Kennan era un gran apoyo de la Cruz Roja americana. Escritor y periodista de profesión, había sido enviado a Cuba por la revista Outlook para describir la realidad de la reconcentración y cubrir la guerra. Había embarcado a bordo del State of Texas y tenía el papel de representante oficial del organismo cuando era necesaria una presencia masculina. En cuanto a Candice, estaba contenta de estar con George y Clara para conocer la guerra. Sabía que sus primeros días en tierra serían los más difíciles.
(Traducido del francés por Cristina Gaillard)