¡Acuérdate del Maine!
(capítulo 1 de la novela)
Tras soltar la última amarra, la Némesis tomó el viento y se hizo con ánimo a la mar. La luna aún no había salido y en la oscuridad, el tres-mástiles iba a pasar a corta distancia del Havana Yacht Club, iluminado con guirnaldas eléctricas – un lujo que la rica capital cubana se podía permitir. En la terraza, una orquesta tocaba ante numerosos asistentes, mujeres con vestidos de colores, hombres con trajes oscuros a pesar del calor del invierno tropical. El capitán cedió a la tentación de desviar el curso del velero para acercarse a la fiesta. Con la ligera brisa que soplaba de tierra, no corría ningún riesgo y complacería a la tripulación: el partir es siempre un momento de orgullo.
Guiada por el faro del Morro que marcaba la salida del puerto, la Némesis entró en el estrecho paso dejado libre por los barcos anclados ante la ciudad. Morvan, el grumete, se hallaba junto al timonel, dispuesto a cumplir toda orden procedente de un superior. Le gustaba que el capitán le asignara este puesto, que le ofrecía una vista panorámica de la maniobra. Delante del Yacht Club, entre las palmas reales y la orilla, divisó a un hombre que vestía un traje ceñido a rombos multicolores, un arlequín. Bailaba al ritmo del éxito musical de la temporada: There’ll Be a Hot Time in the Old Town, Tonight. Sus rasgos estaban disimulados por una máscara blanca y gris de nariz larga y puntiaguda, que dejaba al descubierto la parte inferior de su rostro. Llevaba un bicornio en la cabeza, puesto de cara, que le hacía unas orejas negras inmensas. Con gestos lentos, se acercó a una mujer de vestido azul pálido; de sus cabellos castaños, recogidos en un moño un tanto excéntrico, se escapaban unos rizos entremezclados con plumas blancas. Un antifaz de terciopelo granate escondía sus facciones, tenía delante de la boca un abanico de palma trenzada. Bajo su pecho, un lazo de seda color perla… La joven entró en el juego del arlequín, respondiendo con gracias a las reverencias del hombre. Cuando con sus movimientos volaban los encajes de las mangas, en las joyas de sus muñecas se reflejaban las guirnaldas resplandecientes, o quizás los colores del traje de su compañero. Siguiendo con su tejemaneje al ritmo de la orquesta, la pareja atravesó el césped que se extendía desde la terraza y se acercó al mar. Se subió al parapeto de piedra que bordeaba el muelle y retomó sus evoluciones sobre esta estrecha pista de baile, al borde del equilibrio. A los marineros a bordo de la Némesis les fascinaba este ballet cuyo espectáculo parecía que les estaba dedicado. ¿No era un error dejar la ciudad la primera noche del carnaval?
Cuando el barco se alejó, los dos bailarines agitaron lentamente los brazos al unísono, en una parodia de despedida de crucero. De la cabellera de la joven se soltó una pluma blanca que rozó la piel del hueco de su escote. El tiempo que dura un soplo. La brisa se la llevó revoloteando hasta el mar donde desapareció entre las olas.
Los músicos tocaron los últimos acordes: Hará calor en la vieja ciudad, esta noche. Y el diablo sabe el calor que hizo en La Habana la noche del 15 de febrero de 1898, último día de paz en la colonia española.
Morvan vio desfilar a babor la forma geométrica de los almacenes, desde donde partían, paralelas, las calles que subían hacia la plaza Albear y el Hotel Inglaterra. A estribor, la masa oscura de cuatro barcos de guerra se recortaba sobre las lejanas luces del arsenal de Regla: los dos españoles a un lado, la pequeña City of Washington al otro y, en medio, el más imponente de los acorazados americanos, el formidable Maine. A pesar de su falta de experiencia – no tenía aún la edad para el servicio militar –, el grumete percibió la tensión reinante en los buques de combate: órdenes breves, iluminación reducida al mínimo, centinelas yendo de un lado a otro de la cubierta. Nadie estaba en guerra, pero el instinto dictaba que era mejor pasar de largo de esta fortaleza flotante. ¿Podía Morvan imaginar una fuerza capaz de desafiar a tal conjunto de armas de destrucción y blindajes protectores?
En la Némesis, el ruido de un choque hizo que todas las miradas se dirigieran a estribor. Al no ir acompañado de un temblor de las cuadernas, el grumete comprendió que el barco no estaba en peligro inmediato. Fue un chasquido corto y violento, como el de un tiro a distancia. Un instante después, Morvan vio al primer barco, el Alfonso XII, iluminado por una luz incandescente.
La luz procedía del Maine pero no podía distinguir el origen, que quedaba escondido tras las superestructuras. Al cabo de algunas fracciones de segundo un resplandor gigantesco apareció en la parte central del acorazado, seguido de una nueva detonación. Con la mirada puesta en esta dirección, percibió perfectamente el desfase entre la luz – instantánea – y el sonido que le llegó un segundo después. Esta segunda explosión le pareció más sorda, más larga que la primera, como el trueno de una noche de verano que rebota en persecución de su eco. La Némesis ya había sobrepasado al acorazado pero, a pesar de la distancia, la onda de choque hizo que el barco de madera temblara como si hubiera topado con un arrecife. Mientras el casco seguía vibrando, una bocanada de calor, fugaz pero ardiente, invadió el velero. Morvan había tenido la misma sensación en la boda de su hermana en Saint-Renan, cuando el fotógrafo había activado el flash de magnesio. Aunque esta noche el resplandor era mil veces más intenso.
Medio cegado por el brillo de la luz, Morvan creyó ver cómo el Maine se estremecía, para después levantarse por encima del agua. La masa de siete mil toneladas de acero se partió en dos. En el medio, una bola luminosa como el sol empezó a lanzar hacia el cielo toda clase de fragmentos: negros o incandescentes, rectilíneos o torcidos, inertes o serpentinos. Mientras las dos mitades del navío volvían a caer sobre una efervescencia de vapor, el volcán continuó proyectando con un desorden demencial. El ruido del trueno se transformó en chisporroteo cuando el metal ardiente hizo hervir el mar. El estrépito era demasiado ensordecedor para poder distinguir los gritos de los hombres, los gritos de aquellos que aún podían gritar. Pero los ojos veían la crudeza. Cuerpos enteros, otros a trozos, eran proyectados por la onda expansiva. Morvan los observó recortándose en el géiser de fuego. Volvían a caer en el mar o en el hierro acerado de los mástiles, los cañones o los mamparos. Durante largos minutos, las miradas de la tripulación quedaron fijas sobre esta visión inimaginable: el acorazado tocado a muerte agonizaba ante ellos, con trescientos cincuenta hombres a bordo.
Después, una calma relativa se estableció, la calma del estupor. La parte delantera del navío se hundió en pocos instantes, aunque sin desaparecer del todo. Se posó sobre el fondo dejando a la vista lo alto de su obra muerta. Siluetas humanas seguían moviéndose antes de desaparecer ahogadas, quemadas, o quizá salvadas en el azar de la catástrofe. La parte trasera seguía aún a flote, iluminada esta vez por la magnitud del incendio. Grandes nubes de humo se elevaban y, a medida que se iban alejando de las llamas, desaparecían en la oscuridad del cielo. Se oían más explosiones, cada vez que el fuego alcanzaba un nuevo pañol de municiones. Aunque, tras la monstruosa deflagración inicial, parecían casi inofensivas. No obstante, continuaban matando a todo aquello que seguía con vida a bordo, como réplicas de un terremoto que acaban con la destrucción provocada por el primer seísmo. Pero la muerte no estaba aún satisfecha con su ración de cadáveres: el mástil, inclinado hacia adelante, se desplomó sobre el mar, donde un grupo de náufragos había hallado en una embarcación una salvación efímera.
(Traducido del francés por Cristina Gaillard)